Un aire de batalla pequeña campea sobre la campaña, cuando quedan apenas una decena de días de proselitismo. Lo ilustran algunas escaramuzas que le ponen algo de nervio a la molicie que ha ganado al público y que se transmite a los candidatos, amarrados a lemas acartonados y poco ocurrentes. Éstas con las últimas elecciones con PASO, y la experiencia se lleva puesta también a toda una generación de campañólogos. El escenario de esas constancias es la región metropolitana, Capital y Provincia de Buenos Aires, adonde vuelve a dominar el cuentapropismo. En el distrito federal, el impulso de Elisa Carrió ha inhabilitado las consignas del asesorísimo Durán Barba. Ella va y viene a su aire, aparece por donde le cuadra y con la compañía que le parece más oportuna. Ha asumido todas las acciones y sus compañeros en la lista de diputados nacionales la miran por TV. Se sacaron la lotería porque van a cola de la mejor candidata posible, la que soñaría con tener cualquier partido. La fuerte identificación con su público le hizo aislarse en la lista única y negarle las PASO a Martín Lousteau, como lo haría después Cristina con Florencio Randazzo.
En la provincia hace lo mismo Cristina de Kirchner, que arrastra su lento caracol de sueños [Cátulo Castillo, La última curda; https://youtu.be/1J1PjJ9FguE?t=144] haciendo apariciones foquistas. Teme los escraches y confía en la capilaridad de Facebook y en el cholulismo de la prensa que tiene una fascinación tumbera por lo que hace, aunque diga criticarla. Ese ánimo de alimenta de la tradición cultural de mirar desde el vértice a la marginalidad, una constante en la construcción del imaginario criollo, de Ricardo Güiraldes a Pablo Trapero. También se nutre de un hecho mercantil como pocos: Cristina mide. Cuando aparecen sus historias, la misma burguesía que la condena se queda pegada a la pantalla. Sabe, como los artistas, que lo importante es que hablen de ella, aunque sea mal. Con eso le basta para mantener la visibilidad en una pelea de callejón sin salida: junta peronismo en Buenos Aires para disputar la primera minoría, mientras el peronismo del interior la mira desde las gobernaciones y el Senado a la espera de la disolución de su espacio. Cristina solo ha logrado diluir al peronismo no cristinista de su distrito, que migra hacia su casa, destino casi seguro de Sergio Massa y Florencio Randazzo. Éstos creen que volverán después de la derrota, pero les cabe la frase de Winston Churchill sobre Dunquerque, que ahora está tan de moda: “”No se ganan guerras con evacuaciones, por más exitosas que sean”. En eso pensó seguramente ella cuando le aconsejaban no ser candidata en este turno y esperar al siguiente.
Con este esquema de cuentapropismo las dos damas han pasado a ser las dos protagonistas de la polarización. Raro, porque pelean en distritos distintos, pero encarnan la médula de la disputa. Esta rareza no tiene que llamar mucho la atención: en la Argentina desde hace dos décadas los partidos construyen candidaturas de arriba hacia abajo, quebrando la legitimidad democrática y malversando el sistema. Cristina resolvió por sí que iba sola, sin PASO, por afuera del PJ, fumigó las listas dejando afuera a los protagonistas de la foto equivocada, un arco séptico que va de Julián Domínguez a Luis Delía, pasando por Juan Manuel Abal Medina. Los postulantes de Cambiemos en Buenos Aires se publicitan como los “candidatos de María Eugenia Vidal”. Es la democracia popular de mercado.
El formato deja sin trabajo a los asesores de campañas tradicionales, que van con la encuesta bajo un brazo, y el manual de recetas de antaño bajo el otro. Los que siguen en las listas detrás de las estrellas no son convocados a ninguna tarea. Nunca costar menos ser elegido diputado o senador porque desde los comandos no se les pide nada. A los que son funcionarios del oficialismo se les reclama que cumplan con el ritual del timbreo. Este recurso lo emplea Cambiemos hasta el abuso. Si le va bien en estas elecciones, habrá hecho una revolución política. Si no, quedará anotado en el Guinness del ridículo. Como Consuelo queda la idea de que no timbrea quien quiere sino quien puede. ¿Cómo reaccionaría el buen burgués si aparece tocándole el timbre un Esteban Bullrich o una Carmen Polledo? Les ofrecerían un vaso de agua, lo escucharía; no lo votaría necesariamente. Pero ¿y si se le apareciera, digamos, un Mussi (el padre, cuya mirada impresiona más que la del hijo), un Guillermo Moreno, o un Fernando Espinoza? Es difícil que le abran la puerta. Y en la Argentina quien decide las elecciones es el buen burgués.
Este simpático round electoral sobrenada por encima de las deudas del sistema. La principal es la debilidad de los gobiernos que genera. Como no hay construcción de candidatos desde abajo, ni programas. En la Argentina se gobierna sin mandato porque los partidos instalan candidatos ante un electorado obligado a votar. No existe entre electores y elegidos ningún tipo de compromiso. Ni el de cumplir con las promesas electorales. Al no haber mandato, no hay juicio de residencia de funcionarios que son elegidos por lo que son, no por lo que hacen. Cristina critica a la gestión macrista porque incumple promesas de campaña, pero enumera lemas del proselitismo de 2015, no lo que decía la plataforma de Cambiemos, que ignora ella tanto como el público que voto a Macri, o los funcionarios mismos de su gobierno. También ella gobernó sin mandato. Fue a elecciones en 2007 sin decir que iba estatizar las jubilaciones. Si lo hubiera hecho, quizás el resultado hubieras sido otro. No lo dijo porque la principal crítica de los jubilados en aquellos años era que los habían mandado al sistema privado sin preguntárselo. Se privatizaron en 2008 sin preguntarle a nadie y sin aviso previo. Entre las razones de la derrota electoral del peronismo en el año siguiente, los analistas detectaron el enojo de la clase media que había vuelto a ser llevada a un sistema por el cual no le habían preguntado. En 2011 Cristina de Kirchner fue a la reelección y tampoco anunció que pocos meses después de asumir el Nuevo mandato estatizaría la mayoría de las acciones de Repsol en YPF. Si lo hubiera adelantado antes de las elecciones quizás el resultado hubiera sido otro. En la elección siguiente el peronismo fue de nuevo derrotado.
En el Senado el bloque del Frente para la Victoria defendió a reglamento al director del Banco Central, Pedro Biscay. Los dos peronistas de la comisión que resolvió su suerte -Juan Manuel Abal Medina y Eduardo Aguilar- informaron en favor de que continuase, frente la opinión negativa de Federico Pinedo, Eduardo Amadeo y Luciano Laspina, pese a que Biscay no es ni ha sido peronista. Podrá decirse un peronista tópico, según la regla de Ramón Puerta de que para ser peronista sólo basta con decir que uno lo es. Pero el peronismo del Senado no lo reconoce como tal. Es un Kiccilof-boy que llegó al cargo por el dedazo cristinista, sin tener ningún compromiso con el peronismo en ninguna de sus variantes. Igual lo defendieron, quizás sabiendo que estaba condenado 3 a 2. El episodio distancia más al peronismo del Senado del Ejecutivo, en el momento cuando las dos partes coinciden en la necesidad de ir armando las bases de algún acuerdo para atornillar la gestión de todos, oficialismo y oposición. Hasta ahora el Senado le ha aprobado sólo el pliego de Federico Sturzenegger como presidente del Banco Central. El resto de los directores designados por el gobierno de Cambiemos está en comisión. La prenda para aprobarlos era hasta ahora negociar dos nombres que satisficieran al peronismo. Uno era Guillermo Nielsen, que representaría al massismo. Pero fue cuando Massa prometía futuro, algo difícil ahora. Y menos con la inquina que tiene el gobierno nacional con él. Con la salida de Biscay, las sillas a reclamar para esa negociación eran tres y por eso el gobierno se adelantó a nombrarlo, siempre “en comisión”, a Enrique Szewach.
Esta defensa del camporista Biscay, aunque a reglamento, la consintió Miguel Pichetto, pese a que venía de una inquina mayor con el cristinismo. En la última sesión de la cámara, se le revelaron los cristinistas con José Mayans a la cabeza, y quebraron un compromiso con el Ejecutivo para aprobar un proyecto para ampliar créditos a jubilados con la tarjeta Argenta. Esa rebelión frustró un proyecto que venía de la gestión de Bossio en el Ansés, que debía ir a Diputados, y que difícilmente iba a llegar a tiempo para que el gobierno, que promovía la iniciativa, lo pudiera usar en la campaña para las PASO. No lo aprobó el Senado, y al día siguiente Macri lo sacó por decreto, con lo cual convirtió al proyecto en una herramienta electoral. Una torpeza de este sector del peronismo que quiso abrir una brecha con la conducción de Pichetto, adelantando la llegada eventual de Cristina al bloque opositor.